[Pergeñado desde Tejares] El nombre de la rosa (1986) de Jean-Jacques Annaud
Agradezco al director de este magazín por haberme creado el blog, el cual he titulado ‘Pergeñado desde Tejares’, pues me siento orgulloso de este barrio donde habito a orillas del Tormes. En mis colaboraciones buscaré ofrecerles artículos que tengan su encaje con el acontecer salmantino y, que, partiendo desde nuestra ciudad, también puedan tener una dimensión mayor. Serán temas jurídicos, crónicas de cine o poemas, tres de las pasiones que impulsan mi tránsito cotidiano. También, en ciertas ocasiones, podré dejar abierta esta ventana para ofrecer algún aporte de otros. Gratitudes.
Si alguien pretende salirse de los límites establecidos, sufrirá consecuencias negativas; esta es la premisa que se deriva de la película. El director hace cine con la novela de Umberto Eco, y de qué manera, pues en esta pequeña abadía italiana se compendian gran parte de los aspectos negativos de la Iglesia Católica de la época. Quiero dejar constancia, desde un primer momento, que no trato de causar afección a la imagen de esta rama de la religión cristiana, basándome en hechos y realidades que son fehacientes, pues soy de la creencia de que la pertenencia a una confesión u otra no hace a la persona.
No es el primer éxito de este director, ya que con anterioridad había ganado un Óscar a la mejor película extranjera y, aunque no he tenido el gusto de ver más trabajos suyos, como amante de la historia que versa sobre la Segunda Guerra Mundial, puedo decir que Enemigo a las puertas (2001), es una película en mayúsculas. Annaud acoge el nombre de la novela para su proyecto, un título que es acertado si tenemos en cuenta que el escritor también pensó en llamarla La abadía del crimen, que no hubiera estado mal, pero no englobaría los múltiples aspectos de la obra.
La trama se inicia con la llegada de dos monjes de la orden franciscana a un lugar alejado donde se encuentra una abadía que acaba de perder a uno de sus miembros en oscuras circunstancias. Un aura de secretismo y aflicción se cierne sobre los espíritus de estos clérigos…
El filme se imbuye de un suspense policiaco y, no es para menos, ya que Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery, reputado actor escocés que ha hecho películas de la saga de 007 o Los intocables de Elliot Ness, 1987) es un Sherlock Holmes en potencia. Es clave la andadura de este personaje, avanzado a su tiempo, estudioso de los filósofos griegos y que alberga un sentido de la tolerancia que no tiene cabida en ese mundo eclesiástico del siglo XIV. Lo acompaña su pupilo, Adso de Melk (un joven Christian Slater, Robin Hood, 1991; Ask me anything, 2014; Mentiras e ilusiones, 2009), un chico ingenuo, pero que vivirá una serie de experiencias sobrecogedoras que lo convertirán en el narrador detrás de la obra. Si alguien se pregunta sobre la posibilidad de que en un contexto como el de la película surja el amor, en Adso tenemos la respuesta; en su personaje la crítica que se hace a lo largo de los minutos se torna en un dilema último.
Podemos señalar que es una película que goza de vigencia en nuestros tiempos y es demoledora con el silencio de ciertas cuestiones poco abordadas en el cine, por ejemplo, fijémonos en un filme actual como es Spotlight (2015), basado en hechos reales, que se queda corto en comparación con la película que comento, ya que si bien se centra en los escándalos de la Iglesia Católica en referencia a la pederastia, El nombre de la Rosa va mucho más allá, tratando no solo el tema de la sexualidad entre los monjes, y la de éstos con alguna que otra persona secular, sino que impone en el foco de visión la excesiva opulencia de un sector de la Iglesia con respecto a la decadencia del pueblo llano, ¿dónde queda el amor al prójimo? Si escribo acerca de la ornamentación o los ánimos de la ostentación es porque es otro elemento clave del filme, pues la orden franciscana corre peligro a causa de contradecir, en cierta manera, los pilares que fundamentan ese estatus que parece traer consigo el olvido de la proclama de que todos los hombres son iguales ante los ojos de Dios.
Otro aspecto de enorme relevancia es la tiranía del conocimiento para unos pocos, la cual es un elemento amigo de las dictaduras. No es sorprendente la llegada de Martín Lutero (recomiendo la visión del filme Lutero, 2003, o también la lectura del libro de Mario Escobar, “Matar a Lutero” (Grupo Nelson, 2011), unos cuantos años más tarde), el monje agustino que en 1517 clavó sus 95 tesis en el portón de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg, indignado contra lo que se predicaba entre el pueblo acerca de las indulgencias, por ejemplo, que si se pagaba dinero para la construcción de la basílica romana de San Pedro se reducirían los años de condena en el purgatorio. Lutero sería como el paladín en aras de luchar contra esas injusticias que sus ojos se negaron a aceptar y de ofrecer al pueblo alemán, que adolecía de conocimientos, la posibilidad de envolverse en la literatura bíblica que hasta entonces se resguardaba bajo su escritura en latín.
No quiere esto decir que la Reforma protestante fuera perfecta, pero el cisma que tuvo lugar era necesario, dado que estos “activistas” protestantes pretendían sustituir la verticalidad reflejada en el poder de la iglesia, por una estructura horizontal, lo que no resulta para nada una idea descabellada si se lee la Biblia.
En este supuesto, será la risa el pecado y, como cita el venerable Jorge (Feodor Chaliapin, Jr.) en la película, “Cristo nunca rió”. Los monjes de aquel recóndito lugar se hacen eco de unas normas rígidas que olvidan en algunos aspectos el estigma positivo de las primeras comunidades cristianas, transgrediendo sus votos con los fríos muros de piedra como testigos.
Para F. Murray Abraham (aquel envidioso Salieri en Amadeus, 1984), quien también participa en otros filmes como Scarface (1983) o Marcado por la muerte (2013), quizás sea su interpretación más brillante, encarnando el papel del inquisidor Bernardo Gui; sin desaprovechar la oportunidad de encandilarnos con su talento, representa uno de los brazos más turbios de la iglesia, la Santa Inquisición. Podríamos perfectamente decir que sienta precedentes para lo que en la historia moderna conocemos como policías secretas, aunque la discreción no era un atributo de este órgano, el cual se valía de la tortura para extraer confesiones de dudosa veracidad. En la película evocan una auténtica “caza de brujas”, el monje jorobado Salvatore (Ron Perlman) es buena prueba de ello, para dar respuesta a los crímenes en serie que están teniendo lugar; de nuevo la lógica y la abundancia de conocimientos por parte de Fray Guillermo no encuentran la luz.
La película es polémica, desde luego, pero solo para quien no le interese ahondar en sucesos reales, los cuales, a pesar de todos los medios de que dispone esa estructura jerarquizada, no se han podido seguir escondiendo. Es fruto de la historia que evidencia la realización de actos atroces en nombre de Dios, pero únicamente quedan manchadas las manos de los ejecutores, y de nuevo cobra vida el argumento, ya que dentro de la propia Iglesia hubo disidentes, más o menos fervientes, que se negaron a continuar en una senda escabrosa. Hoy en día ya no podemos utilizar ese calificativo, pero si subsiste la división entre las perspectivas de cómo ha de evolucionar la Iglesia, así nos lo intenta demostrar Fernando Meirelles en su filme Los dos papas (2019), que está rozando casi el género de la comedia. Hoy difiero con él, ya que se trata de un tema muy serio, en el sentido de que no debe ser tomado a la ligera quien da nombre a cada relevo de los papas; de ello depende el permanecer en la idea de una institución del pasado o lograr progresos como la abolición del secreto pontificio.
Una película que vale tanto para el entretenimiento como para la reflexión, porque pertenece a esa categoría de las que se pueden ver en varias ocasiones, ya que cada vez se descubren nuevos aspectos.
José Alfredo Pérez Alencar