Es fácil despistarse de lo importante en Ciudad Rodrigo. Hay una muralla y un castillo y una catedral, y embelesado por esta arquitectura, que es historia hecha piedra, uno puede gastar el día sin reparar en una humilde puerta, justo enfrente del templo, en la que cuelga un prometedor cartel. Es pequeño pero amarillo, y dice así: «Exposición de orinales única en España. Pasen… se sorprenderán».
Dentro nos espera Beatriz Jorge, concejal de cultura y orgullosa anfitriona del lugar. Ella sonríe. Está rodeada de dompedros, que son orinales camuflados en el mobiliario doméstico, una suerte de butacas que colarían en cualquier salón y en las que se podía evacuar a gusto, contando siempre con la inestimable colaboración del servicio, que limpiaba la fiesta: estamos ante un invento burgués muy popular a mediados del XIX, que tenía como máxima esconder la mierda, ese empeño tan civilizatorio, tan humano, tan del progreso. El Museo del Orinal de Ciudad Rodrigo es así, un espacio para recorrer la historia y la sociología y la biología de nuestra especie que muestra sus tesoros ya desde el recibidor.
La primera pregunta, claro, es por qué, aunque la respuesta es más bien un por quién. Y de este modo empieza el relato, como empiezan los mitos: «José María del Arco, conocido popularmente como Pepe Pesetos, tuvo una inquietud muy singular, entre otras muchas, porque era una persona bastante curiosa, que era coleccionar orinales. A la gente le da por los sellos, por las monedas, que tienen un fácil almacenamiento, pero los orinales son otra historia…«.
A lo largo de su vida, este hombre, de proporciones legendarias (falleció repentinamente en 2013 de un infarto) juntó más de mil trescientos orinales, venidos de veintisiete países. En esto le ayudó que su mujer, Pamela Williams, fuera del Reino Unido, y que él chapurreara inglés para las negociaciones, lo que le abrió las puertas de baños de medio mundo. «Fue el mejor embajador de todos los tiempos, allí donde iba hablaba maravillas de Ciudad Rodrigo», asevera nuestra guía. Llegado el momento, este pionero empezó a pensar en un museo, y ese sueño se hizo realidad en 2006, ante sus ojos. Hoy su legado se expone en el antiguo seminario diocesano de San Cayetano, un sitio perfecto para difundir su mensaje. ¿Cuál? El que reza el catálogo, muy solemne: «Ocho siglos de la historia de la micción humana».
Reina en el museo un ‘horror vacui’ delicioso (perdón por el adjetivo). Hay cientos de orinales. Para adultos y para niños, de porcelana y de bronce y de plata y de platino (una miniatura hecha por un joyero sueco, tan inútil como valiosa). Hasta de cristal de Murano. «Es que parece una sopera», suelta Beatriz Jorge. Si sabemos que es un orinal, continúa, es porque solo tiene un asa: ese detallito distingue la vajilla higiénica de la alimentaria, nada menos… Los hay de viaje, que son como salseras y podían usarse dentro del carruaje, sin necesidad de parar a los caballos; de hombre (más alargados) y de mujer (más anchos); con decoraciones victorianas u orientales; y humorísticos, esto es, con lemas del estilo «Caca-Culo», «Sala de conciertos» o «¡Se sienten!».
Beatriz Jorge nos señala el ejemplar más antiguo, un bacín islámico del siglo XIII, de cuerpo troncocónico, vidriado en el interior y decorado con óxido de cobalto. ¿Un bacín? Es que esto es una ciencia, como todo cuando se mira de cerca. Una cosa son los orinales (un recipiente donde expulsar orina y excrementos, si se quiere) y otra el bacín (donde se vaciaba el orinal, el paso previo al «agua va»). Y luego está la bacinica (bacín pequeño), la chata (orinal plano), la cuña (para el enfermo que no se puede levantar, aún en vigor en los hospitales), la galanga (para ídem) y el perico (un vaso para excrementos que hoy se usa como sinónimo de bacín). Y más.
«Cuando vienen los niños hay que explicarles todo esto, porque ya no saben lo que es, y se mean de risa», comenta la concejala, aunque no precisa dónde.
El tiempo, por supuesto, ha convertido el orinal en un objeto arqueológico. Su muerte civil comenzó en 1773, cuando Joseph Graham perfeccionó el retrete con válvula, al que incorporó una cisterna, aunque aquello era para una minoría y había quien desconfiaba de tal máquina. En 1850 el inodoro con agua corriente ya se había perfeccionado, en 1857 salieron a la venta las primeras cajas de papel higiénico, y así, pasito a pasito, ensayo y error, la tecnología fue desplazando al orinal, que ha terminado en una vitrina. Pero por suerte hay un epílogo para esta historia…
Hablamos de un orinal de cerámica china de finales del XIX, muy florido, con un asa que es un dragón verde, y una acústica bastante singular, según aseguran en la cartela. Lo que tiene de especial, sin embargo, es su familia: este orinal es hermano de otro idéntico que Pesetos, el gran Pesetos, regaló a Don Felipe y Doña Letizia allá por 2004, cuando se casaron, cumpliendo así una tradición añeja. Hubo respuesta real. «Muchísimas gracias por el regalo que hemos recibido con motivo de nuestra boda. Es una muestra de cariño que recordaremos con todo afecto», leemos en la misiva, firmada por ambos.
El Museo del Orinal sigue vivo. Al día reciben a unos cincuenta visitantes, y sus fondos no dejan de crecer. «Ahora tenemos unos mil cuatrocientos. La gente no deja de donarnos orinales. Vamos acumulando más y más, ya no sé dónde los vamos a poner… Ah, y también tenemos una maravillosa colección de escupideras, más de un centenar. Se usaron hasta bien entrado el siglo XX, porque la gente mascaba tabaco y…» En fin, esto da para otro museo.