La fotografía de hoy es de JuanMa Peralo. Imagen desde su coche de la entrada a Arcediano. Las localidades de la zona tienen un atractivo especial que el paisaje castellano aporta.

Cuenta la leyenda que el emperador romano Adriano pasó un verano del siglo I por tierras de La Armuña. Acompañado tras una dura campaña bélica en Lusitania, se dirigía hacia el norte en busca de un mejor clima. La victoria había sido heroica, brillante, pero el precio pagado ostentoso, con numerosas bajas entre sus filas y sobre todo un extenuante cansancio. El calor arreciaba con fuerza. Los rayos de sol se introducían entre la quemada piel de los romanos cual afiladas agujas buscando el mayor daño posible. Exhausto, el emperador ordenó montar el campamento en los campos de Arcediano, una pequeña villa cuyo nombre se debía a que precisamente un arcediano fue su primer poblador.

Adriano contempló el dorado océano que se extendía ante sus ojos. La cosecha de cereal ya había sido recolectada. Pareciera como si el mismísimo infierno se encontrara golpeando bajo la tierra para salir a la superficie. El emperador solicitó una jarra de agua, pero tal era el calor que el líquido elemento casi se había evaporado en el interior del recipiente. Ordenó a sus criados que le trajeran entonces vino, cerveza, licor de Malta, lo que fuera con tal de aplacar aquella creciente sed. Pero nada. Todas las bebidas eran fuego en la boca de Adriano.

Desesperado, el emperador se sentó a la puerta de su tienda con la intención de que el tiempo transcurriera para dejar paso a una noche más fresca. Entonces, a lo lejos, observó cómo un labrador interrumpía en ocasiones su labor para acercarse un extraño recipiente a la boca y beber lo que parecía agua. Era imposible. ¿Estaba loco aquel lugareño? ¿De qué pasta estaba hecha su boca para aguantar tales ardores? Adriano ordenó a sus criados que el campesino se acercara hasta el campamento romano. Debía averiguar por medio de qué extraño sortilegio era capaz de beber agua sin quemarse la garganta.

El joven labrador fue conducido en presencia del emperador, quien le preguntó cómo podía beber agua con total normalidad, cuando todas sus jarras estaban ardiendo. Entonces, le enseñó un botijo y le explicó que esta singular cerámica conservaba fría el agua incluso en las condiciones más extremas de calor. Los soldados romanos presentes en el lugar se burlaron del campesino. ¡Eso es imposible!, ironizó el emperador. Por eso, el joven le ofreció un trago para que él mismo pudiera comprobarlo. Adriano cogió con fuerza el botijo, lo entornó hacia una babeante boca y dejó que un pequeño chorro fluyera hasta sus entrañas. Al momento sus ojos se abrieron como platos y los brazos permanecieron inmóviles, dejando que el agua continuara saciando su sed. Bebió hasta reventar. Bebió hasta casi vaciar el botijo. Pero bebió quedando completamente satisfecho.

El emperador devolvió la vasija a su propietario y ordenó a sus soldados que buscaran más botijos en las villas de la zona para conservar fresca el agua. En agradecimiento, al joven labrador lo colmó de riquezas. Durante dos días los romanos recopilaron todo tipo de botijos, pagando suculentas sumas de dinero a sus propietarios. Y desde entonces, todos los ejércitos romanos nunca olvidaron llevar tal recipiente a cada una de las batallas a las que acudieron. Cuentan los más viejos del lugar que el joven labrador, celoso de la fortuna lograda, la enterró para, cual botijo a la sombra, permanecer a buen recaudo. Pero falleció antes de poder gastarla toda, esperando a que alguien, algún día, también la encuentre fresca.